lunes, 3 de diciembre de 2012

LUZ DE VELAS


Cada noche visto la mesa
con el mejor de los manteles,
con oro y todo cuanto anhele
tu rostro, a la luz de las velas.

Cada noche sirvo la cena,
callado, te ruego que ignores
cucharas, cuchillos y tenedores,
silencio, a la luz de las velas.

Cada noche nos devoramos.
Crueles se tornan lengua y dientes,
tras cada mordisco, más me quieres.
Luz de vela, dos siervos, tres amos.

El fuego es corto, la luz se va,
queremos velas, queremos más.

Cada noche te llevo al mar,
y te embarco en un galeón,
como de proa mascarón.
Subo a las rocas para soplar.

Cada noche juras amarme
y suplicas que no te aleje,
pero soplo y te lanzo al eje,
de un sol por quemar anhelante.

Cada noche arde el navío,
eres el timón de tus fieras,
desde las alturas, me alumbra
la luz, la luz de las velas.


EN ESTA NOCHE TAN...


…tan nocturna,
mi mano huele a ti,
a tu cabello,
por acariciarlo, tal vez.
Y en esta noche cuya luna
brilla más que el sol
de mis últimos días,
debo decir
que te anhelo.

Que te anhelo,
debo sentir,
en mis últimos días.
Y que el brillo de un sol
que nunca nacerá en mí,
será la sombra del quizás,
de lo corto y de lo bello,
del aliento de una luna,
en esta noche tan absurda.


LAS ALAS


Había bajado a la tierra para pasar algunas horas. Él, nervioso y pensativo, la esperaba en la calle vacía. Un vulgar saludo bastó para acercar a esos seres tan distintos. Las horas se hacían segundos y algunos segundos se hacían horas. Tras su espalda él guardaba un cuchillo; el Sol del atardecer regalaba sus destellos al frío acero que él, con sudor y calor, agarraba.

Sin sombra ni intimidad se besaron; y él, abriendo los ojos lentamente, le cortó las alas. Ni una gota de sangre derramaron sus heridas; nada le podía hacer volver a volar, su nuevo hogar era la tierra, junto a él. Ella, débil y pálida, se estiró en el suelo; él, incansable y decidido, comenzó a cavar. El sepulcro era infinitamente profundo: allí yacían las alas cortadas.
-No temas, mi amada – dijo él – Dame tu tiempo y tu paz y yo a cambio te daré mi mundo.
-Dame tu mundo y yo seré tu tiempo y tu paz – respondió ella, temblorosa.

Las risas otra vez manaban de sus rostros, sus cuerpos se fundían en una masa cuando de la mano se cogían. Era el sentimiento más puramente desinteresado: lejos de desear únicamente lo carnal, pero lejos también de creer en conservar el deseo, tal y como decía ese dios en el cual ninguno creía.

Él la contemplaba siempre, suspiraba de alivio y valoraba cada segundo que vivía mirándola o tocándola. Pero un ala, cual uña o cabello, crece sin voluntad.

Cuando la tierra dejó de ser sitio de agrado para ella, subió a la espalda de otro ser volador y él, ignorante e ignorado, creyó que nuevas alas brotaron de su ido cuerpo. La fuerza, la furia, la desesperación… con todo ello cavó y cavó hasta recuperar esas hermosas alas de color desconocido. Las sostenía entre sus brazos, medio estirado en el suelo, las olía para recordar su presencia y esencia; y aunque el sepulcro era tan hondo, llegaba siempre hasta el final, donde yacían esas alas, y alcanzaba el llanto.

Pero el vuelo que ella emprendió no iba a durar siempre. Tan sólo estuvo tres días volando y luego cayó durante dos meses. Él la vio acercarse cinco días antes de que alcanzara la tierra; estaba tranquilo porque sabía que estaría en el lugar adecuado y momento justo para sostenerla. Y así fue, la sostuvo justo antes de chocar con el suelo de la tierra que él siguió cuidando.

Todo volvió a ser como antes y aun así todo se hacía nuevo e irrepetible. Las horas volvían a ser segundos y algunos segundos volvían a ser horas.

Durante una de esas horas, unas voces desde el cielo decían el nombre de su amada. Cada vez sonaban más fuerte; una voz era de hombre, la otra de mujer. En un segundo las voces incendiaron las nubes y la tierra; todo ardía al son de unos escandalosos gritos de miseria y tristeza.  Patadas y latigazos, ascuas y tormentas; nada que él no esperase.

Las voces empuñaban el cuchillo por el cual él fue tan feliz y rodearon su cuello. “Hundidlo en mi carne, manchad mi sangre. Quemad mi tierra, destruid todo cuanto tengo. Esto nunca se desvanecerá y lo sabéis".
Lo arrojaron contra el suelo y comenzaron a sulfurarse. Entonces, la agarraron a ella diciendo: “Viva y nuestra o de nadie y muerta” Él, con piel y alma demacradas, fue obligado a cavar y cavar. Cavó tan rápido como nunca lo había hecho. Y ahí estaban sus alas, grandes y hermosas.

Cuando llegó arriba no podía moverse; se arrastraba con los codos y las rodillas buscando el olor de su amada. Él, con sus últimas fuerzas, le dio las alas para que se fuera. Pero para su sorpresa, y duda hasta el día de hoy, ella ascendió sin ellas. El vestigio de un ser volador bastaba para hacer volar. Mientras subía velozmente él sabía que sería la última vez que la vería.

Cada día él baja al sepulcro de las alas y pasa un rato allí. Las acaricia, juega con ellas y se pregunta cuándo se corromperán o cuándo vendrán a por ellas.


LA MÁRTIR


Labios la vieron lasciva y candente,
sazonada por la nada, relamió,
lamentose en sus tormentos,
alimentose de lluvias.
“La mártir ríe, la mártir bebe ron”.

Cae la noche y se masca la tragedia,
ayer a horcajadas y hoy despojada,
“¡mísera!” se arrodilla ante la hoguera,
“¿qué de mí será?” se encomienda al dolor.
“La mártir llora, la mártir bebe ron”.

Labios la vieron hermosa y sin ropa,
la noche cayó y no calló para nadie,
sus cenizas bailan en mi interior.
“La mártir vive, y en el ron la veo yo”.


NIEVA FUERTE


Sé lo que hay tras la hiedra,
una puerta.
Tan muerta
y por tres lágrimas cubierta,
vi caer
a mi mujer.

Suspiro y bajo la mirada,
al suelo.
El duelo
de hace un año al verla quieta,
allí mismo,
cara al cielo.

Cruzo la puerta y contemplo
el polvo.
Tan hondo
me enterré en esas tierras,
con lápidas
sin nombre.

A entrar a nuestro aposento
no me atrevo.
Tanto nevó
sobre esa cama, ahora desierta,
que no puedo
yacer allí.

Por el día hago largos paseos
con mis males.
Animales,
con corazones como piedras,
me hablan
con amor.

En las noches cortas del verano,
el pasillo
es mi asilo.
Hace tiempo que no me nieva,
que no duermo,
que no amo.

El cielo pierde su brillo azul
para siempre.
En mi vientre
oigo los aullidos de esa hiena,
que arrullan
mis barullos.

La luna se vuelve mi faro,
y su luz,
hoy mi cruz,
alumbra el rostro de la fiera
que camina
bella y sola.

Pasa el tiempo que no existe,
lentamente.
Sus dientes,
saben al viento que se aferra
a la vela
de un barco.

Antes de irme, un fugaz abrazo
le pido,
lo suplico.
La hiena me rodea con sus piernas
o sus patas,
no con su alma.

Regreso a mi hogar, veo hiedra,
cruzo puerta,
alma muerta.
Amo a Hiena, yazco en cama,
sol naciente,
nieva fuerte.