Había bajado a la tierra
para pasar algunas horas. Él, nervioso y pensativo, la esperaba en la calle
vacía. Un vulgar saludo bastó para acercar a esos seres tan distintos. Las
horas se hacían segundos y algunos segundos se hacían horas. Tras su espalda él
guardaba un cuchillo; el Sol del atardecer regalaba sus destellos al frío acero
que él, con sudor y calor, agarraba.
Sin sombra ni intimidad se
besaron; y él, abriendo los ojos lentamente, le cortó las alas. Ni una gota de
sangre derramaron sus heridas; nada le podía hacer volver a volar, su nuevo
hogar era la tierra, junto a él. Ella, débil y pálida, se estiró en el suelo;
él, incansable y decidido, comenzó a cavar. El sepulcro era infinitamente
profundo: allí yacían las alas cortadas.
-No temas, mi amada – dijo
él – Dame tu tiempo y tu paz y yo a cambio te daré mi mundo.
-Dame tu mundo y yo seré tu
tiempo y tu paz – respondió ella, temblorosa.
Las risas otra vez manaban
de sus rostros, sus cuerpos se fundían en una masa cuando de la mano se cogían.
Era el sentimiento más puramente desinteresado: lejos de desear únicamente lo
carnal, pero lejos también de creer en conservar el deseo, tal y como decía ese
dios en el cual ninguno creía.
Él la contemplaba siempre,
suspiraba de alivio y valoraba cada segundo que vivía mirándola o tocándola.
Pero un ala, cual uña o cabello, crece sin voluntad.
Cuando la tierra dejó de
ser sitio de agrado para ella, subió a la espalda de otro ser volador y él,
ignorante e ignorado, creyó que nuevas alas brotaron de su ido cuerpo. La
fuerza, la furia, la desesperación… con todo ello cavó y cavó hasta recuperar
esas hermosas alas de color desconocido. Las sostenía entre sus brazos, medio
estirado en el suelo, las olía para recordar su presencia y esencia; y aunque
el sepulcro era tan hondo, llegaba siempre hasta el final, donde yacían esas
alas, y alcanzaba el llanto.
Pero el vuelo que ella
emprendió no iba a durar siempre. Tan sólo estuvo tres días volando y luego
cayó durante dos meses. Él la vio acercarse cinco días antes de que alcanzara
la tierra; estaba tranquilo porque sabía que estaría en el lugar adecuado y
momento justo para sostenerla. Y así fue, la sostuvo justo antes de chocar con
el suelo de la tierra que él siguió cuidando.
Todo volvió a ser como
antes y aun así todo se hacía nuevo e irrepetible. Las horas volvían a ser
segundos y algunos segundos volvían a ser horas.
Durante una de esas horas,
unas voces desde el cielo decían el nombre de su amada. Cada vez sonaban más fuerte;
una voz era de hombre, la otra de mujer. En un segundo las voces incendiaron
las nubes y la tierra; todo ardía al son de unos escandalosos gritos de miseria
y tristeza. Patadas y latigazos, ascuas y tormentas; nada que él no
esperase.
Las voces empuñaban el
cuchillo por el cual él fue tan feliz y rodearon su cuello. “Hundidlo en mi
carne, manchad mi sangre. Quemad mi tierra, destruid todo cuanto tengo. Esto
nunca se desvanecerá y lo sabéis".
Lo arrojaron contra el
suelo y comenzaron a sulfurarse. Entonces, la agarraron a ella diciendo: “Viva
y nuestra o de nadie y muerta” Él, con piel y alma demacradas, fue obligado a
cavar y cavar. Cavó tan rápido como nunca lo había hecho. Y ahí estaban sus
alas, grandes y hermosas.
Cuando llegó arriba no
podía moverse; se arrastraba con los codos y las rodillas buscando el olor de
su amada. Él, con sus últimas fuerzas, le dio las alas para que se fuera. Pero
para su sorpresa, y duda hasta el día de hoy, ella ascendió sin ellas. El
vestigio de un ser volador bastaba para hacer volar. Mientras subía velozmente
él sabía que sería la última vez que la vería.
Cada día él baja al
sepulcro de las alas y pasa un rato allí. Las acaricia, juega con ellas y se
pregunta cuándo se corromperán o cuándo vendrán a por ellas.